
Tras varios días grises y lluviosos, el sol finalmente se asomó.
El patio nunca había estado tan hermoso, como si susurrara versos olvidados y rebosara de vida. Las macetas colgadas en la pared encalada lucían más verdes y las flores se asomaban tímidamente. El jazmín, juguetón, se colaba sin pedir permiso, trepando a su aire por las rejas de la ventana. El aire se impregnaba del inconfundible aroma, ese perfume único que anuncia con entusiasmo: "¡La primavera ha llegado!". La tarde caía lentamente, y el patio te invitaba a disfrutar de su magia.
La abuela estaba sentada en su silla de mimbre, balanceándose despacio, con su pelo gris y la mirada puesta en los geranios. A sus pies, el viejo gato de la casa se desperezaba sin apurarse, restregando su lomo rubio contra las sandalias rotas de la abuela. La tarde avanzaba sin prisas, como un fandango bien cantado, de esos que parecen durar una eternidad.
—Ay, qué pena, qué dolor, cómo faltas en mi patio — murmuró de pronto la abuela, con una voz cargada de nostalgias y un sinfín de recuerdos a cuestas.
El nieto, que jugaba alborotado en el barreño, salpicando agua por todas partes mientras su madre lo bañaba, de pronto se quedó en silencio. Las palabras de la abuela flotaron por el patio como un suave susurro, impregnándolo todo de una sensación peculiar, como si, por un instante, el tiempo hubiera decidido ralentizar su paso.
—Pero en este patio —continuó ella—, tenemos memoria.
El crujir de la silla acompasaba el ritmo tranquilo de su vaivén. En el rincón, la guitarra, medio olvidada, parecía cobrar vida cuando Antonio se dejó caer en un taburete de enea. Descalzo aún, cerró los ojos y dejó que sus manos sacaran los primeros acordes de una soleá. Fue ahí cuando Manuel, sin pensarlo mucho, se arrancó al cante.
—Quisiera ser como el aire
para yo estar siempre a tu verita
sin que lo notara nadie
para tenerte yo a mi vera
sin que lo notara nadie.
Las notas llenaron el aire con una mezcla de dulzura y melancolía que te aprieta el corazón, como esos cantes llenos de historias que parecen venir de otro tiempo. La abuela cerró los ojos, dejándose llevar por esa soleá, que la transportó a otra primavera, cuando el abuelo cantaba con su voz rasposa, apoyado en el marco de la puerta.
El eco de aquel pasado seguía vivo en las paredes de la casa, llenando cada rincón con una nostalgia cálida. Era como si esas melodías hubieran contado su propia historia, un legado que iba de mano en mano, de corazón a corazón. Cada nota, cada pausa, cada suspiro era un enlace entre lo que fue y lo que es, un recordatorio de que la vida sigue adelante incluso en los momentos más difíciles.
El gato se estiró y frotó su cabeza contra las piernas de la abuela. Ella le acarició el lomo con cariño, mientras la vida seguía tranquila en ese rincón donde el pasado y el presente parecían entrelazarse, como las ramas de la parra.
De pronto, la abuela alzó la mirada. Sus ojos destellaban con un brillo único, como si contemplaran algo invisible para los demás. Fue entonces cuando se arrancó a cantar.
—Como brilla la candela,
cuando la leña se quema,
así brilla la mirada
del que de verdad te espera.
La guitarra calló.
El silencio llenó el patio, como si todo decidiera quedarse quieto. Los mayores dejaron de hablar, el niño dejó de reír, y hasta el viento pareció detenerse, como queriendo respetar ese momento. Aquella soleá… esa soleá era la misma que el abuelo cantaba mientras le agarraba la mano en las noches de verano, con sus ojos llenos de luz, mientras el patio olía a dama de noche y el aire traía mil susurros de vida.
Antonio tragó saliva mientras su esposa le besaba la mejilla. Nadie habría creído que, tras tanto tiempo, la abuela volvería a cantar. Nadie podía imaginar que aquellos sones regresarían después de tantos años de silencio.
El gato, como si entendiera que ese instante era único, dejó escapar un ronroneo suave y se volvió a acomodar junto al calor de sus pies. Antonio volvió a tocar la guitarra, pero esta vez con un toque diferente, con otro aire. La soleá se despidió, dejando paso a una bulería que celebraba la vida, los recuerdos imborrables y las voces que nunca se apagan del todo.
Porque en ese patio, donde el aire huele a azahar y la guitarra se llena de recuerdos, el abuelo sigue estando allí. En cada rincón, en cada nota, en cada mirada compartida, como un suspiro que nunca se desvanece del todo. Y, sobre todo, en los ojos brillantes de la abuela, que lo espera, como se espera lo que nunca se pierde del todo.